HOTEL ROMA

El turismo en el Imperio romano

Fernando Lillo Redonet, Hotel Roma. Turismo en el Imperio romano. Ed. Confluencias, 2022

Cuando se acercaba el solsticio de verano, Fernando Lillo nos regaló un libro de viajes, que podemos leer como estimulo para la imaginación o como guía realista de itinerarios posibles: Hotel Roma. Un libro hermoso, repleto de sugerencias, placentero y lúcido, como es habitual en todos sus trabajos, ágil y sólido a la vez. Despliegue de una fórmula que da sentido al hecho de viajar y lo desbanaliza. Una mirada sutil al pasado desde la experiencia del presente, pero una mirada con retorno esclarecedor y brillante, la mirada de Ulises.

No hay nada nuevo bajo el sol, y todo lo que en apariencia pudiera parecerlo ya ha sido vivido anteriormente por otros, sin duda en otros escenarios, quizá bajo otras condiciones y fruto de sensibilidades diferentes. Las emociones que mueven al ser humano a mirar más allá de su ventana siempre han sido las mismas, la curiosidad , el afán de conocer, la búsqueda del antídoto contra el tiempo finito.

En el siglo xviii se asienta la visión moderna del viaje como instrumento idóneo para conocer al hombre y la relación que este mantiene con el medio natural. Inevitable referirnos a la transformación y el avance que significa la experiencia del Grand Tour, el viaje como medio de instrucción de los jóvenes británicos del siglo xvii. Un modelo que inspiró Francis Bacon a finales del xvi: aprender, entender, observar las costumbres de otros lugares y compararlas con las propias, disfrutar de los paisajes de países desconocidos, disposición constante a la sorpresa; en una palabra, seguir el mejor camino hacia el conocimiento propio y el desarrollo personal.

Desde el tiempo mítico, el viaje, el viaje del héroe, siempre ha sido un forma de conjurar el tiempo, de aliviar la angustia del miedo a la muerte, de buscar la inmortalidad imposible, para retornar, dotado de sabiduría, a la seguridad de la ciudad amurallada, que defiende y acoge.

Cambiar el escenario de nuestras vidas acaba siendo una experiencia liberadora que potencia capacidades nuestras que están adormecidas, una activación de nuestra vida íntima para disfrutarla. El sentido profundo del viajar reside en la capacidad creativa y la curiosidad del viajero, en el descubrimiento, en su natural disposición a lo novedoso, a vivir la experiencia con todos los sentidos.

No sé por qué extrañas conexiones intertextuales y emocionales, mientras leía este libro, me iban acudiendo a la memoria, primero, la expedición de Gilgamesh y Enkidu al bosque de los cedros y el diálogo con Siduri:

“Tú, Gilgamesh, llena tu vientre, día y noche vive alegre, haz de cada día un día de fiesta, diviértete y baila noche y día.”

Más tarde las palabras de Ulises en Canto xxvi del Inferno de Dante:

“Ni el halago de mi hijo ni el amor que debía a Penélope dentro de mi vencieron al ardor de conocer el mundo y enterarme de los vicios humanos”.

Paralelamente los versos de Kavafis:

«Pide que el camino sea largo…
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías…
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.»

O los versos del poema xxxi de Catulo, que explican el verdadero sentido del otium tal como lo concebía un romano, y del viaje con retorno, como alivio de la melancolía:

“Sirmion, pupila de todas las peninsulas … ¡con qué placer y qué alegría vuelvo a verte! … ¡Oh, qué hay más dulce que sentirse libre de afanes, cuando el alma deja su carga y, agotados por las fatigas en tierra extraña, volvemos a nuestros lares y hallamos el descanso en la anhelada cama! He aquí mi única recompensa por tales penalidades.”

Hotel Roma no es una guía de viajes del mundo antiguo. Es una forma de acercarse a través de referencias literarias a la vida cotidiana, al sentido del otium y de lo lúdico, de desvelar espacios en los que resuenan las voces de los héroes de la mitología antigua y las incontenibles manifestaciones de admiración ante los mirabilia. Espacios por los que desfilan personajes históricos que se emocionan ante lo que ven y que nos van descubriendo los motivos religiosos, saludables o fundamentalmente hedonistas, que los animaron a emprender el viaje: necesidad de evasión, curiosidad mundana, capricho personal, descubrimiento de placeres, búsqueda de identidad.

Los romanos, esencialmente prácticos en su concepción de la vida, reservaban un tiempo para cada cosa, el tiempo del placer y el tiempo de la virtud, el uno y el otro valorados por igual.

Frente a nuestras actividades y realidades utilitarias, existen otras sin objetivo inmediato práctico, que no sirven para nada, para nada útil. Es un rasgo que define el ámbito del ocio y, por lo tanto, el viaje como actividad lúdica. Actividades sin objetivo, pero con sentido. Su razón es ser como son. Su centro de gravedad reside en ellas misma. No sirven para otra cosa más que para manifestar su sentido, su verdad. Y ese es el objetivo del arte y de la ciencia y por tanto del arte de viajar y del afán por descubrir.

El goce del viaje en si mismo y de lo descubierto, este es, creo yo, el sentido que Lillo propone en Hotel Roma. Aquí encontrará el lector las mil motivaciones que animaron a hombres y mujeres del Imperio Romano a emprender viaje y cómo esas mismas razones movilizan hoy a curiosos, insatisfechos, aventureros, inquietos, snobs, sibaritas… Muchas veces resulta que lo que consideramos moderno y cool no es otra cosa que lo que desconocemos de aquellos modos de vida que dieron forma a nuestra visión del mundo.

Viajar siempre ha sido un arte y leer literatura de viajes un alimento necesario para la imaginación, viajemos donde viajemos y leamos donde leamos, aunque sea a la sombra fresca de un cerezo.

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